En 1767, cuando el rey Carlos III decidió expulsar a los jesuitas de sus territorios americanos, el sacerdote de la Compañía de Jesús, Roque Lubián hizo entrega formal del hato de San Miguel de Macuco al agustino recoleto Pedro Cuervo de la Santísima Trinidad.
Esta hacienda, cuyas ruinas se encuentran al occidente del actual pueblo de Orocué, no era un caserío cualquiera. Según documentos de la época, la misión incluía, además de iglesia, escuela y hospital de mampostería y techos de tejas, 123 casas de habitación, cuartel militar, una enorme carpintería, herrería y un total de 6.900 reses y 292 bestias.
La salida de los jesuitas, que se habían establecido aquí en 1725, en territorio de los indígenas sálivas, señaló el primer ocaso del pueblo. Bajo el control de los agustinos, el poblado de Macuco se vino a menos, y en 1825 fue abandonado del todo.
Años después, en 1888, el obispo de la diócesis de Tunja escribía a la asamblea departamental de Boyacá estas palabras: "Por falta de operarios católicos, esa comarca en todo sentido importantísima se vio sumida en una decadencia tal que muchos se extinguieron y los habitantes dieron en una ignorancia que toca en los límites del embrutecimiento selvático".
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Otro religioso, Daniel Delgado, que en 1909 publicó la descripción de sus Excursiones por Casanare, se refiere así a las misiones abandonadas: "¿Quién no se conmueve al recorrer estos campos de soledad agostados por un soplo de muerte? Aquí están las ruinas del célebre Macuco con su magnífica torre cuarteada por gruesos árboles que entre sus sillares y ladrillos han nacido".
Pero el vacío que dejó la salida de los religiosos vino a ser llenado por el desarrollo del comercio fluvial. Desde mediados del siglo XIX barcos y lanchas de vapor empezaron a remontar las aguas del Orinoco y del Meta, uniendo así al interior del país con Venezuela, con el Atlántico y con el mundo. Los llanos del oriente, olvidados desde la Independencia, volvieron a figurar en la conciencia de los colombianos.
Fue así como hacia 1850, a corta distancia de la misión abandonada, sobre una banqueta que lo protegía de las crecientes del Meta, y en el sitio de la desembocadura del caño San Miguel, se fundó un nuevo pueblo bautizado con la palabra sáliva Orocué.
Su desarrollo se aceleró a partir de 1856 cuando el Gobierno declaró la libre navegación por el río Meta. Grandes compañías comerciales europeas crearon sedes en Orocué: Francius Hermanos, Liccioni y Gerad, Cornelius & Speidel traían vinos franceses, paños de Inglaterra, conservas españolas, sombreros checos, porcelanas holandesas y textiles italianos, al tiempo que sus barcos bajaban cargados de café y cacao del piedemonte, caucho recolectado en las vegas de los ríos, pieles de tigre y de venado, plumas de garza, bálsamo de copaiba y almendras de sarrapia.
A finales del siglo, el francés José Bonnet fundó una compañía de vapores cuya nave insignia, la Libertador, inició sus recorridos por el río en 1893. Había sido construida en los astilleros de la empresa británica Yarrow and Co., la misma firma que fabricaba los vapores que remontaban el Nilo, el Congo, el Amazonas y el Paraná. Embarcada en Liverpool y ensamblada en Trinidad, tenía 120 pies de eslora, incluyendo su rueda de paletas ubicada en la popa, y cuyo empuje le permitía navegar a una velocidad media de nueve millas por hora.
Desde Ciudad Bolívar, en Venezuela, el barco atracaba en lugares de nombres sonoros como Moitaco, Mapire, Caicara, y Guaramaco (en las bocas del Meta en el Orinoco) antes de llegar a Orocué.
Una semana le tomaba el viaje de subida, cuando no había contratiempos. Y en época de invierno continuaba hasta San Pedro de Arimena, Cabuyaro y Puerto Barrigón, ya cerca de Villavicencio.
Fueron los años de gloria de Orocué, cuando fue capital del Casanare y sede del vicariato apostólico. Fue aquí a donde llegó como vicario el sacerdote español Ezequiel Moreno, quien más adelante sería no sólo obispo de Pasto, sino beato y santo. Había entonces cuatro consulados en esta ciudad que, en palabras del célebre viajero Miguel Triana, "tiene los más seductores elementos de prosperidad, y está llamada por su situación ventajosísima a ser la metrópoli de nuestra región oriental".
Pero ya se veía venir el segundo declinar de Orocué cuando llegó aquí el joven abogado opita José Eustasio Rivera, encargado del proceso de sucesión del hato Mata de Palma. Su permanencia en Orocué y su posterior participación en la comisión que estableció los límites con Venezuela fueron la inspiración para su novela La vorágine, publicada en 1924.
La Guerra de los Mil Días, los diferendos con Venezuela y el conflicto con Perú fueron todos factores que afectaron la navegación fluvial y llevaron -otra vez- al olvido de los Llanos. Hasta que llegó la violencia.
La toma de Orocué por los hombres de Guadalupe Salcedo, en junio de 1952, en la que murieron 18 militares, fue uno de los muchos capítulos de la Violencia en los Llanos. Salcedo, nacido en Tame, Arauca, era de madre orocueseña, de ascendencia sáliva.
Al año siguiente, en pleno clímax de la violencia, el presidente Laureano Gómez envió un contingente de la Armada Nacional, que inició su largo viaje en Cartagena, bordeando la Guajira y pasando por Trinidad, hasta las bocas del Orinoco, para remontar luego el Meta. Vino entretanto el golpe de Estado de Gustavo Rojas Pinilla y la amnistía de los guerrilleros del Llano. Pero este grupo de marinos de río fue la semilla para la base naval que sobrevivió hasta 1967 y cuyas instalaciones, por mucho tiempo abandonadas, son hoy un complejo turístico ávido de visitantes.
Y para cerrar, los versos breves del Indio Venancio, un sáliva mencionado en La vorágine, y quien murió de avanzada edad en Orocué. Su bucólico poema, que resume la historia de Orocué, dice así. Aguas turbias / no verse tronco / romperse lancha / joderse todo.
DIEGO ANDRÉS ROSSELLI COCK